LA CONSTITUCIÓN RECONOCE LA LIBERTAD
RELIGIOSA COMO
DERECHO FUNDAMENTAL, Y COMO TAL DEBE SER PROTEGIDO
POR LOS
PODERES PÚBLICOS. CON TODAS SUS CONSECUENCIAS.
La Constitución española garantiza en
su artículo 16.1
“la libertad
ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin
más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento
del orden público protegido por la ley.”
En desarrollo de esta previsión
constitucional, elevada a la categoría de derecho fundamental, se promulgó la Ley Orgá-nica
7/1980, de 5 de julio, de libertad religiosa. Asimismo, y en consonancia
con su carácter aconfesional
reconocido en el artículo 16.3 de la Constitución, el Estado tiene suscritos
Acuerdos jurídicos con las distintas confesiones religiosas.
Me gustaría recordar aquí brevemente al
difunto Antonin Scalia
(1936 – 2016), el carismático Magistrado del Tribunal Supremo de Estados Unidos
nombrado por Ronald Reagan hace ahora tres décadas. Scalia era un gigante jurídico, máximo exponente de la escuela de
interpretación “originalista” y textualista de la Constitución: la Constitución
dice lo que dicen sus palabras, y esas palabras deben interpretarse en el
sentido que tenían cuando se redactó originalmente.
Pues bien, ¿en qué consiste la libertad religiosa proclamada por la
Constitución? En una época en que están tan de moda entre la neoprogresía
biempensante a izquierda y derecha los derechos humanos –todos menos el derecho
a que no te maten, prius lógico sin
el cual no existirían los demás derechos- haríamos bien en no tratar de
democratizarlo todo, vaciando de contenido una libertad tan importante como la
religiosa. Al cabo, la tiranía ejercida
por la mayoría no deja de ser precisamente eso: tiranía.
Es fácil concluir que una persona que
entra profiriendo vulgaridades en una capilla está faltando al respeto a todas
las personas que allí se congregan. De hecho, puede llegar a constituir uno de
los delitos contra los sentimientos religiosos contemplados en el Código Penal.
No lo es tanto, sin embargo, definir los contornos de la libertad religiosa en
la misma frontera de la vida pública y la privada.
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Haríamos bien en no vaciar de contenido una libertad tan importante como la religiosa |
El sentido común brilla por su ausencia cuando se trata de decidir sobre cuestiones tan cotidianas como una pro-cesión religiosa, una ceremonia en la que participen los poderes públicos, o la forma de hacer negocios del dueño de una pequeña tienda. Pero en todos esos casos, la libertad religiosa y de conciencia también debe estar presente en la ecuación.
No
se debe admitir en un
Estado de Derecho que quien ejerce su derecho a no tener ninguna creencia,
pretenda imponer su postura sobre los que ejercen su derecho a sí tener
creencias: sería la antítesis de la libertad religiosa.
No
se debe admitir que el
derecho a creer consista única y exclusivamente en un derecho individual
privado de toda proyección pública, cuando es precisamente en comunidad y a
través de su ejercicio cuando adquiere su sentido pleno.
Y, finalmente, no se debe admitir que un servidor público haga un uso torticero de
su derecho a la libertad religiosa argumentando violaciones de conciencia donde no las hay ni puede haberlas. El
sentido común es suficiente para entender que la presencia de un monumento
religioso en una plaza pública, o la obligación de un funcionario de desempeñar
su labor profesional durante el
transcurso de una procesión, no son contrarios a la libertad religiosa y de
conciencia.
Los mencionados ejemplos son tan solo manifestaciones populares del sentimiento
religioso que en absoluto violan la conciencia del que no las comparte. Del
mismo modo, la mera tolerancia o incluso la protección de esas expresiones
populares por los poderes públicos, de ningún modo constituyen una vulneración
del carácter aconfesional del Estado: son tan solo el corolario lógico del
reconocimiento efectivo del derecho fundamental que nos ocupa. Pueden quedarse
ustedes tranquilos.
Amadeo Lora
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